Su existencia, en simbiosis con la nuestra, es tan usual que pasa desapercibida y llega a resultar incluso «normal». La discriminación es un proceso en el cual la persona discriminada es sometida a una relación de subordinación; en la cual se le reduce y se le domina, colocándole en situación de desventaja.
Los sujetos que ejercen esta discriminación no provienen únicamente de sectores externos a los grupos afectados. En algunas situaciones, en vez de crearse entornos de igualdad y convivencia dentro de ellos, se reproducen internamente la violencia simbólica y los mecanismos de dominación patriarcal (tales como el machismo).
A la
discriminación interna que padece un grupo en situación de
vulnerabilidad se le conoce como «endodiscriminación».
Ésta se
diferencia de la discriminación proveniente del exterior por la posición
que ocupa la persona que la ejerce; puesto que la última es a su vez
discriminada. Cuando una mujer reproduce los mecanismos que la oprimen,
reitera y valida el esquema que la reduce y subordina. ¿Por qué,
entonces, discrimina?
No es para colocarse en una posición dominante
(puesto que posee características diferentes a las de los sujetos que
ejercen el poder), sino para esconder su posición de subordinada ante
los ojos del resto.
Es así que algunas mujeres van por la vida
llamándole «puta» a aquella que es capaz de ejercer su libertad sexual
según su propia idiosincrasia o que algunos/as homosexuales se contentan
(y se sienten menos susceptibles) al ser participes de la vulneración
de la población trans. Se trata de un juego de violencia, relaciones de
poder y adoración a los patriarcas, de cuyo ciclo no es fácil escapar.
El
machismo, ejercido por las mujeres, es su forma particular de
endodiscriminación. Es tan aprendido como la violencia y se repite tanto
en la educación como en la cultura. Sucede tanto a nivel consciente
como al inconsciente; aunque es en éste último donde se arraiga y de
donde es más difícil erradicarlo.
La reproducción de la discriminación
se realiza en nombre de la protección de las propiedades simbólicas y
materiales; desde las cuales cada sujeto se construye a sí mismo y al
resto. Es decir, las mujeres que reproducen el machismo no lo hacen con
plenas consciencia e intención de menoscabarse sino con la voluntad de
protegerse y proteger su propiedad.
Al ser
el Estado incapaz de proteger la seguridad pública, la supervivencia se
convierte en un asunto de poderes de facto. El éxito de las familias
(entiéndase por éxito el sobrevivir un poco más de la mitad de la
esperanza de vida, ganando un poco más del salario mínimo) depende de
las habilidades y destrezas de los patriarcas.
Fomentar el machismo en
el seno de la familia no es sino fortalecerla en un sistema en el que
impera la violencia, los poderes de facto actúan de formas ilícitas y el
Estado ni protege ni promueve ni respeta los Derechos Humanos (DDHH).
Las «mujeres machistas» no amenazan su proceso de emancipación como un
posicionamiento político, sino que han sido orilladas por el sistema a
adoptar el machismo como único medio de supervivencia.
En el
machismo ejercido por las mujeres convergen muchas razones culturales,
sociales y psicológicas. Su realización genera violencia y desigualdad;
además de debilitar la democracia y promover los esquemas hegemónicos y
absolutistas. Se impone, entre mujeres, el sacrificio de su
individualidad, su identidad, sus creencias y su papel activo en la
sociedad. Reiteradamente, hay una imposición mutua sobre los modos de
vestir, de ser, de pensar, de actuar y de sentir.
La moral católica,
dominante en nuestro país, es una herramienta clave para la propagación
de este machismo y la imposición de lo socialmente aceptable. Se
menoscaba a la mujer a grado tal que se le exige funcionar como
herramienta para la realización del Estado; cuando supuestamente hemos
elegido un sistema en el cual el Estado existe para la realización de
las personas y al modelo inverso lo nombramos «fascista», con lujo de
desprecio.
A esto
hay que sumarle que, dentro de la imposición machista, las personas
oprimidas no poseen plena consciencia de sufrir una dominación.
Nombrarles entonces «cómplices» de esta relación resulta en una
criminalización de la ignorancia. Hombres y mujeres reproducen estos
esquemas porque les han sido impuestos desde la infancia mediante la
violencia simbólica. Sin embargo, los hombres ocupan sólo el papel de
«víctimas relativas» del machismo, puesto que ellos gozan privilegios
dentro del sistema, además de desempeñar los papeles principales y ser
visibles.
Mientras que a las mujeres se les invisibiliza hasta mediante
el uso del lenguaje. La lucha contra estos esquemas implica un proceso
permanente de deconstrucción y análisis de la educación propia.
—Muchas
sueñan con mundos utópicos pero en la práctica, al educar a sus hijos,
les piden al niño que se comporte como un ‘machito’—
ha mencionado Julio César González Pagés, coordinador de la Red
Iberoamericana de Masculinidades, en entrevista con la Revista cubana
Somos Jóvenes.
El experto en estudios de género ha comentado que la
discriminación interna y externa hacia las mujeres puede percibirse en
todos los ámbitos; incluyendo, con énfasis especial, a la comunidad
LGBTTTI. —La
homosexualidad demerita la masculinidad hegemónica. Según el machismo,
el antagonista del ‘macho’ es el ‘afeminado’ (…) Lo ‘afeminado’ se
refiere a los gestos o actitudes propios de mujer; en el patriarcado lo
femenino, o no tiene valor, o es secundario— ha explicado González Pagés. Para él, las «víctimas relativas» del machismo tampoco están en una posición deseable: —Lo
triste es que pensemos que es feliz debiendo ser hegemónico (…) el
temor a la ‘devaluación’ empuja al hombre a una lucha por la hegemonía
donde todo vale, incluso tumbar al compañero—.
Lo
cierto es que los grupos que padecen la discriminación y sus efectos
están muy lejos de ser los responsables de su generación. El gobierno
tiene la responsabilidad (por la Constitución del Estado y por los
múltiples tratados internacionales que ha reconocido) de prevenir y
erradicar la discriminación. Sin embargo, poco se hace desde la clase
política por sensibilizar y empoderar a los grupos discriminados. O
quizás se hace más, pero su incidencia es limitada.
Las expresiones de
violencia y menoscabo en contra de las mujeres no han sido tomadas como
un problema de prioridad nacional por los Estados Unidos Mexicanos; aún
cuando éstas llegan a extenderse a extremos tales como el feminicidio.
¿De qué nos sirve un discurso que pretenda ser incluyente en la forma
pero que, en el fondo, esconda la voluntad de hacer perdurar las viejas
relaciones de poder? Poco beneficia el que algunas mujeres ocupen unos
cuantos escaños a aquellas que permanecen igual que antes: víctimas del
machismo que las menoscaba y las invisibiliza.
fuente:
Por David Alexir Ledesma Feregrino
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